El reconocimiento del pecado y su confesión verbal
Camino de mistagogía en la Sagrada Escritura
Mn. Francisco García
Baca
Publicado en la Revista Liturgia y
Espiritualidad
Año
XLIV, núm. 4
Al hacer una nueva relectura sobre
la Palabra de Dios con el prisma del reconocimiento del pecado por parte del
hombre ante la presencia de Dios, se nos abre una exquisita dimensión a la
mistagogía. La Palabra devuelve a la confesión verbal del pecado su sentido
positivo como elemento integral en la penitencia y nos hace una propuesta que,
teniendo como base la Sagrada Escritura, proyecta una renovada mirada sobre la
verbalización del pecado.
El
tema del reconocimiento del pecado en la Sagrada Escritura se ubica en unos
signos de los tiempos que lo convierten en una cuestión de singular actualidad.
Nuestro Papa emérito, Benedicto XVI,
recientemente ha dicho que «la Nueva Evangelización
también parte del confesionario».[1] En otra
ocasión hacía hincapié al hecho de que los sacramentos y la Palabra no pueden
ir separados.[2] El
mismo Ritual de la Penitencia afirma que
«por la Palabra de Dios el cristiano es iluminado en el conocimiento de
sus pecados y es llamado a la conversión».[3] Es una urgencia revivir y remirar nuestra fe,
y de forma nueva, ante la iluminación de la Palabra de Dios, como nos invita
insistentemente la Iglesia, y de forma contundente, como se remarcó de forma
evidente en el Sínodo sobre la Palabra de Dios en la vida y misión de la
Iglesia, el pasado 2008.
Teniendo
una nueva mirada sobre la Palabra, y el corazón pronto para reconocer qué dice
Dios mediante su Palabra, encontramos el primer reconocimiento del pecado y su
verbalización en Génesis 3, donde el Creador sale en busca del hombre -en la persona de Adán- (cf. Gn 3, 9). Una
renovada mirada sobre la Escritura nos lleva a reconocer en este pasaje
fundacional de la historia, la invitación a todo ser humano a rendir su propia
verdad ante Dios. El hombre creado por Dios ahora se sitúa en un lugar
antropológico privilegiado donde es invitado a la tarea de reconocerse ante la
presencia de quien lo creó.
A
partir de aquí la Sagrada Escritura se abre a numerosos casos en que Dios sale
al encuentro del hombre y éste se ve urgido a dar respuesta ante la presencia
de Dios. El Antiguo Testamento lo presenta a través de los libros del
Pentateuco, los libros históricos, los proféticos y los sapienciales.
El
Antiguo Testamento nos ofrece observaciones concluyentes que nos llevan a
afirmar que el reconocimiento del pecado y su confesión verbal están presentes
en la fe, vida y oración de Israel. Lo vemos presente de forma cultual en la
fiesta del Yom kippur (cf. Lv 16,
1-34) o la demanda que hace Oseas con una «ofrenda de los labios» (cf. Os 14,
3) -significando un reconocimiento formal y compromiso de conversión-. Los
libros proféticos presentan imágenes elocuentes que versan sobre teofanías en
que el profeta es tocado en los labios como símbolo de purificación (cf. Is 6,
5-7). Y ya se presenta en el libro de Daniel la aparición del hijo del hombre
que conoce el interior del ser humano. Los libros sapienciales hacen numerosas
referencias al tema del reconocimiento del pecado a través de los salmos, el
libro de los Proverbios, el Sirácida, el Qohélet y el libro de Job, y sitúa la
virtud positiva del «temor de Dios» como la más importante de las disposiciones
ante Dios (cf. Pr 1, 7; 9, 10). De diversas formas invitan a rendir la propia
verdad ante Dios. Emergen, a través de la Escritura elocuentes aspectos
relacionados al reconocimiento del pecado como, por ejemplo, la vinculación que
hay entre la presencia y omnisciencia que Dios tiene y el reconocimiento del
pecado por parte del hombre. Se pone de relieve en diferentes pasajes, cómo el
conocimiento de Dios otorga un conocimiento de sí mismo, permitiendo el
reconocimiento del pecado; y viceversa: cómo el reconocimiento de sí mismo
otorga al hombre un mayor conocimiento de Dios. Se ve cómo hay diferentes
personajes que toman el papel de revelar el pecado de parte de Dios (como son
los hombres enviados por Dios, los profetas… etc.).
Si
seguimos haciendo extensible nuestra renovada mirada a través del prisma del
reconocimiento del pecado, llegados al Nuevo Testamento vemos que Jesús es
presentado en la Sagrada Escritura como nuestra reconciliación, definido como
quien viene a «desvelar los corazones» (cf. Lc 2, 34). El mensaje central del
Evangelio incluye el advertirse pecador. En las primeras páginas evangélicas
resuenan predicaciones que piden la conversión. El mismo Jesús, que es Cristo
presentado en la categoría de Luz que ilumina las obras de los hombres,
presenta un extenso conocimiento del interior de los corazones. En el bautismo
de Juan los evangelistas Mateo y Marcos atestiguan que se incluía una confesión
de los pecados (cf. Mt 3, 6; Mc 1, 5). El texto griego hace uso del término exomologesis, que es el término que los
Santos Padres usarían para designar el proceso de penitencia en la primitiva
Iglesia y en que se incluía el reconocimiento del pecado. Hay numerosos
personajes reales –entre los cuales se incluye el mismo autor del evangelio de
Mateo-, y personajes virtuales en diversas parábolas y enseñanzas de Jesús en
que se elogia la disposición del reconocimiento del pecado, como son en las
parábolas del hijo pródigo, o la del fariseo y el publicano. La predicación del
kerigma incluye el reconocimiento del
pecado, bien por el contenido de la predicación apostólica, bien porque en sí
mismo el kerigma requiere aceptar a
Jesús como Salvador. Por las palabras de Jesús Resucitado la Iglesia es
configurada como contexto autorizado para el reconocimiento del pecado en orden
a la obtención el perdón.
Son
especialmente elocuentes las cartas apostólicas, (que nos desvelan numerosos
indicios de la vida de penitencia en la Iglesia
primitiva), y en el libro del Apocalipsis que, con notable intensidad, pone de
relieve el camino de la mistagogía, de participación del misterio de Cristo. El
mismo término «Apocalipsis»,
significa «revelación». Una «revelación» en doble sentido: revelación del Hijo
del Hombre a la humanidad, y revelación de los hombres y sus obras. Las Cartas
Apostólicas y el libro del Apocalipsis ponen en evidencia cómo hay una praxis
penitencial en la Iglesia en forma preventiva, con amonestaciones y consejos
morales, en que se exhorta a la vida cristiana; en forma correctiva, con
corrección fraterna dentro de la comunidad o provenientes de las cartas de los
Apóstoles; o bien en forma de práctica curativa con una intervención más
directa de la comunidad a través de los dirigentes con el fin de obtener la
conversión de los fieles.
San
Pablo ilumina de forma especial la cuestión del reconocimiento del pecado. Él
es el primero que, tal como nos llega por sus cartas, tiene integrado el reconocimiento
de su pecado. En tres ocasiones reconoce su conversión en el libro de los
hechos de los Apóstoles (cf. Hch 9, 1-19; 22, 3-21; 26, 9-18), y otras tres
veces a lo largo de sus cartas (cf. 1Co 15, 9; Ga 1, 13; Flp 3, 6). Además se
incluye como hombre nuevo por gracia de Cristo, después de haber sido rescatado
de su «antigua forma de vivir». Al hablar de la vida alejada de Dios de forma
universal, él no duda en incluirse diciendo: «también yo»; o bien: «y yo el
primero». De forma especial, San Pablo arroja luz sobre nuestro tema de estudio
con su conocida «fe paulina», en que se indica que es por la fe y no por las
obras que recibimos la redención. El reconocimiento del pecado, de por sí, es
la confesión de la redención recibida por los méritos de Cristo, y no por las
obras; de hecho, la confesión del pecado es una descalificación de las propias
obras, para hacer descansar la confianza en los méritos de Cristo. Así, la fe
paulina es el sustrato bíblico y espiritual que sustenta la confesión verbal
del pecado en la celebración del sacramento de la penitencia. Y esa confesión (confessio peccatorum) es, a la vez,
confesión de Cristo (confessio Dei).
San Pablo, también, pone en evidencia consideraciones especialmente reveladoras
sobre el papel de la conciencia -inscrita en los corazones de los gentiles-, en
orden a la llamada de Dios para presentarse a un juicio que ilumina las obras
de los hombres (cf. Rm 2, 14-16). El Apocalipsis nos presenta este llamado con
connotaciones sensoriales de intenso interés. Hay una presentación del hijo del
Hombre, y una constante llamada a la conversión sobre aspectos conocidos por
Dios. El Cordero Degollado tiene un libro que sólo Él puede abrir. Contiene la
consecución de diferentes desastres cósmicos que significan el fin de los
tiempos, y finalmente revela las obras de los hombres, como culminación del
proceso descrito de la transformación completa de la creación.
Las
dramáticas páginas del Apocalipsis reposan finalmente en la apacible visión
culminante de la Nueva Jerusalén, en que «ya no se necesita luz de lámpara o de
sol» porque el Cordero mismo es su luz (cf. Ap 21, 23), y «ya no se avergüenzan
de su pecado». Numerosos símbolos del apocalipsis revelan un profundo sentido
del reconocimiento del pecado. El Hijo del Hombre aparece sentado en un trono,
sus ojos tienen llamas de fuego que, como recogemos de los exegetas, simbolizan
el triunfo pascual y la acción del Espíritu Santo, cuyo don posibilita el
discernimiento y conocimiento de Dios y de sí mismo. Aparecen en ocasiones el
símbolo de los «ojos», o el «libro» de la vida, que significan el total
conocimiento por parte de Dios. Las reacciones de los hombres en el final de
los tiempos son dos: la de ocultarse del Cordero, resistiéndose a la
conversión, o la de acoger la venida del Hijo del Hombre para que ilumine sus
obras.
Con
todo ello, recibimos de la Palabra de Dios una intuición ofrecida por la misma
Sagrada Escritura: la vocación del hombre es presentar su propia verdad ante
Dios. Benedicto XVI afirmaba en la introducción del libro «El Espíritu de la
liturgia» que «en la liturgia, pasado, presente y futuro se tocan»,
revelándonos una dimensión mistagógica, de la mano de la Escritura, en el
momento de la celebración del sacramento de la penitencia. El reconocimiento
sacramental del pecado abraza, en un mismo momento, la invitación del Creador a
que el ser humano se reconozca ante Dios, y la culminación de su llamada,
prefigurada en el Apocalipsis, como revelación ante el Cordero, cuya presencia
culminante hace que los hombres no se avergüencen ya de su pecado, porque el
Cordero es su luz.
El
sacramento de la reconciliación se convierte, mistagógicamente, en el «desvelamiento»,
en cuanto llamada original que el Creador hace al hombre. El sacramento es,
también, «mistagogía» que apunta a la vocación final del ser humano: el
desvelamiento escatológico ante el Cordero. Por ello, el creyente, confesando
su pecado en sus debidas condiciones, se convierte en místico, en participante
del misterio. Participando de la confesión en el sacramento de la
Reconciliación abraza, desde lo histórico del sacramento, el cumplimiento original
de su vocación antropológica, presentada en el Génesis, y alcanza la
culminación escatológica a la que aspira su humanidad: que todo su ser humano sea
iluminado por la luz del Cordero. ¿No es ésta una extraordinaria forma de vivir
la actuosa participatio,[4]
en el sacramento de la Penitencia, promovida por el Concilio Vaticano II?
[1] Benedicto
XVI, «A los participantes en el curso de la Penitenciaría Apostólica
sobre el fuero interno», en L’Osservatore
Romano, Año XLIV, núm. 12, Roma: 18
de marzo de 2012, 3.
[2] Benedicto
XVI, «A los participantes en el curso de la Penitenciaría Apostólica
sobre el fuero interno», en L’Osservatore
Romano, Año XLIV, núm. 12, Roma: 18
de marzo de 2012, 3. También es importante considerar cómo la Palabra se presenta
intercalada en la dinámica de la celebración de la Reconciliación. Cf.
Benedicto XVI, Exhortación Apostólica Postsinodal Verbum
Domini. Al Episcopado, al clero, a las persona consagradas y a los fieles
laicos sobre la Palabra
de Dios en la vida y en la misión de la Iglesia , núm. 61.
[3] Ritual de la
Penitencia , Preanotanda 17.
[4] Tal como deseaba el Concilio,
pidiendo «una participación plena, consciente y activa en las celebraciones
litúrgicas»: Sacrosanctum Conculium
Oecumenicum Vaticanum II, Constitutio
de Sacra Liturgia, Sacrosanctum Concilium, (4-XII-1963), AAS 56 (1964)
97-138, 14. El Concilio, además, pedía a los pastores de almas que inculcaran
esta participación tanto interna como externamente, y conforme a la edad,
condición, género de vida y grado de cultura religiosa (cf. Sacrosanctum Concilium, 19), condiciones
óptimas que, con dedicación y debido discernimiento, brinda idóneamente la
confesión verbal del pecado en el sacramento de la reconciliación.
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