domingo, 2 de junio de 2013

El reconocimiento del pecado y su confesión verbal
Camino de mistagogía en la Sagrada Escritura
Mn. Francisco García Baca

Publicado en la Revista Liturgia y Espiritualidad
Año XLIV, núm. 4

             
            Al hacer una nueva relectura sobre la Palabra de Dios con el prisma del reconocimiento del pecado por parte del hombre ante la presencia de Dios, se nos abre una exquisita dimensión a la mistagogía. La Palabra devuelve a la confesión verbal del pecado su sentido positivo como elemento integral en la penitencia y nos hace una propuesta que, teniendo como base la Sagrada Escritura, proyecta una renovada mirada sobre la verbalización del pecado.

            El tema del reconocimiento del pecado en la Sagrada Escritura se ubica en unos signos de los tiempos que lo convierten en una cuestión de singular actualidad. Nuestro Papa emérito, Benedicto XVI,  recientemente ha dicho que «la Nueva Evangelización también parte del confesionario».[1] En otra ocasión hacía hincapié al hecho de que los sacramentos y la Palabra no pueden ir separados.[2] El mismo Ritual de la Penitencia afirma que  «por la Palabra de Dios el cristiano es iluminado en el conocimiento de sus pecados y es llamado a la conversión».[3]  Es una urgencia revivir y remirar nuestra fe, y de forma nueva, ante la iluminación de la Palabra de Dios, como nos invita insistentemente la Iglesia, y de forma contundente, como se remarcó de forma evidente en el Sínodo sobre la Palabra de Dios en la vida y misión de la Iglesia, el pasado 2008.
           

            Teniendo una nueva mirada sobre la Palabra, y el corazón pronto para reconocer qué dice Dios mediante su Palabra, encontramos el primer reconocimiento del pecado y su verbalización en Génesis 3, donde el Creador sale en busca del hombre -en la persona de Adán- (cf. Gn 3, 9). Una renovada mirada sobre la Escritura nos lleva a reconocer en este pasaje fundacional de la historia, la invitación a todo ser humano a rendir su propia verdad ante Dios. El hombre creado por Dios ahora se sitúa en un lugar antropológico privilegiado donde es invitado a la tarea de reconocerse ante la presencia de quien lo creó.

            A partir de aquí la Sagrada Escritura se abre a numerosos casos en que Dios sale al encuentro del hombre y éste se ve urgido a dar respuesta ante la presencia de Dios. El Antiguo Testamento lo presenta a través de los libros del Pentateuco, los libros históricos, los proféticos y los sapienciales.

            El Antiguo Testamento nos ofrece observaciones concluyentes que nos llevan a afirmar que el reconocimiento del pecado y su confesión verbal están presentes en la fe, vida y oración de Israel. Lo vemos presente de forma cultual en la fiesta del Yom kippur (cf. Lv 16, 1-34) o la demanda que hace Oseas con una «ofrenda de los labios» (cf. Os 14, 3) -significando un reconocimiento formal y compromiso de conversión-. Los libros proféticos presentan imágenes elocuentes que versan sobre teofanías en que el profeta es tocado en los labios como símbolo de purificación (cf. Is 6, 5-7). Y ya se presenta en el libro de Daniel la aparición del hijo del hombre que conoce el interior del ser humano. Los libros sapienciales hacen numerosas referencias al tema del reconocimiento del pecado a través de los salmos, el libro de los Proverbios, el Sirácida, el Qohélet y el libro de Job, y sitúa la virtud positiva del «temor de Dios» como la más importante de las disposiciones ante Dios (cf. Pr 1, 7; 9, 10). De diversas formas invitan a rendir la propia verdad ante Dios. Emergen, a través de la Escritura elocuentes aspectos relacionados al reconocimiento del pecado como, por ejemplo, la vinculación que hay entre la presencia y omnisciencia que Dios tiene y el reconocimiento del pecado por parte del hombre. Se pone de relieve en diferentes pasajes, cómo el conocimiento de Dios otorga un conocimiento de sí mismo, permitiendo el reconocimiento del pecado; y viceversa: cómo el reconocimiento de sí mismo otorga al hombre un mayor conocimiento de Dios. Se ve cómo hay diferentes personajes que toman el papel de revelar el pecado de parte de Dios (como son los hombres enviados por Dios, los profetas… etc.).

            Si seguimos haciendo extensible nuestra renovada mirada a través del prisma del reconocimiento del pecado, llegados al Nuevo Testamento vemos que Jesús es presentado en la Sagrada Escritura como nuestra reconciliación, definido como quien viene a «desvelar los corazones» (cf. Lc 2, 34). El mensaje central del Evangelio incluye el advertirse pecador. En las primeras páginas evangélicas resuenan predicaciones que piden la conversión. El mismo Jesús, que es Cristo presentado en la categoría de Luz que ilumina las obras de los hombres, presenta un extenso conocimiento del interior de los corazones. En el bautismo de Juan los evangelistas Mateo y Marcos atestiguan que se incluía una confesión de los pecados (cf. Mt 3, 6; Mc 1, 5). El texto griego hace uso del término exomologesis, que es el término que los Santos Padres usarían para designar el proceso de penitencia en la primitiva Iglesia y en que se incluía el reconocimiento del pecado. Hay numerosos personajes reales –entre los cuales se incluye el mismo autor del evangelio de Mateo-, y personajes virtuales en diversas parábolas y enseñanzas de Jesús en que se elogia la disposición del reconocimiento del pecado, como son en las parábolas del hijo pródigo, o la del fariseo y el publicano. La predicación del kerigma incluye el reconocimiento del pecado, bien por el contenido de la predicación apostólica, bien porque en sí mismo el kerigma requiere aceptar a Jesús como Salvador. Por las palabras de Jesús Resucitado la Iglesia es configurada como contexto autorizado para el reconocimiento del pecado en orden a la obtención el perdón.

            Son especialmente elocuentes las cartas apostólicas, (que nos desvelan numerosos indicios de la vida de penitencia en la Iglesia primitiva), y en el libro del Apocalipsis que, con notable intensidad, pone de relieve el camino de la mistagogía, de participación del misterio de Cristo. El mismo término «Apocalipsis», significa «revelación». Una «revelación» en doble sentido: revelación del Hijo del Hombre a la humanidad, y revelación de los hombres y sus obras. Las Cartas Apostólicas y el libro del Apocalipsis ponen en evidencia cómo hay una praxis penitencial en la Iglesia en forma preventiva, con amonestaciones y consejos morales, en que se exhorta a la vida cristiana; en forma correctiva, con corrección fraterna dentro de la comunidad o provenientes de las cartas de los Apóstoles; o bien en forma de práctica curativa con una intervención más directa de la comunidad a través de los dirigentes con el fin de obtener la conversión de los fieles.   
           
            San Pablo ilumina de forma especial la cuestión del reconocimiento del pecado. Él es el primero que, tal como nos llega por sus cartas, tiene integrado el reconocimiento de su pecado. En tres ocasiones reconoce su conversión en el libro de los hechos de los Apóstoles (cf. Hch 9, 1-19; 22, 3-21; 26, 9-18), y otras tres veces a lo largo de sus cartas (cf. 1Co 15, 9; Ga 1, 13; Flp 3, 6). Además se incluye como hombre nuevo por gracia de Cristo, después de haber sido rescatado de su «antigua forma de vivir». Al hablar de la vida alejada de Dios de forma universal, él no duda en incluirse diciendo: «también yo»; o bien: «y yo el primero». De forma especial, San Pablo arroja luz sobre nuestro tema de estudio con su conocida «fe paulina», en que se indica que es por la fe y no por las obras que recibimos la redención. El reconocimiento del pecado, de por sí, es la confesión de la redención recibida por los méritos de Cristo, y no por las obras; de hecho, la confesión del pecado es una descalificación de las propias obras, para hacer descansar la confianza en los méritos de Cristo. Así, la fe paulina es el sustrato bíblico y espiritual que sustenta la confesión verbal del pecado en la celebración del sacramento de la penitencia. Y esa confesión (confessio peccatorum) es, a la vez, confesión de Cristo (confessio Dei). San Pablo, también, pone en evidencia consideraciones especialmente reveladoras sobre el papel de la conciencia -inscrita en los corazones de los gentiles-, en orden a la llamada de Dios para presentarse a un juicio que ilumina las obras de los hombres (cf. Rm 2, 14-16). El Apocalipsis nos presenta este llamado con connotaciones sensoriales de intenso interés. Hay una presentación del hijo del Hombre, y una constante llamada a la conversión sobre aspectos conocidos por Dios. El Cordero Degollado tiene un libro que sólo Él puede abrir. Contiene la consecución de diferentes desastres cósmicos que significan el fin de los tiempos, y finalmente revela las obras de los hombres, como culminación del proceso descrito de la transformación completa de la creación.
            Las dramáticas páginas del Apocalipsis reposan finalmente en la apacible visión culminante de la Nueva Jerusalén, en que «ya no se necesita luz de lámpara o de sol» porque el Cordero mismo es su luz (cf. Ap 21, 23), y «ya no se avergüenzan de su pecado». Numerosos símbolos del apocalipsis revelan un profundo sentido del reconocimiento del pecado. El Hijo del Hombre aparece sentado en un trono, sus ojos tienen llamas de fuego que, como recogemos de los exegetas, simbolizan el triunfo pascual y la acción del Espíritu Santo, cuyo don posibilita el discernimiento y conocimiento de Dios y de sí mismo. Aparecen en ocasiones el símbolo de los «ojos», o el «libro» de la vida, que significan el total conocimiento por parte de Dios. Las reacciones de los hombres en el final de los tiempos son dos: la de ocultarse del Cordero, resistiéndose a la conversión, o la de acoger la venida del Hijo del Hombre para que ilumine sus obras.
           
            Con todo ello, recibimos de la Palabra de Dios una intuición ofrecida por la misma Sagrada Escritura: la vocación del hombre es presentar su propia verdad ante Dios. Benedicto XVI afirmaba en la introducción del libro «El Espíritu de la liturgia» que «en la liturgia, pasado, presente y futuro se tocan», revelándonos una dimensión mistagógica, de la mano de la Escritura, en el momento de la celebración del sacramento de la penitencia. El reconocimiento sacramental del pecado abraza, en un mismo momento, la invitación del Creador a que el ser humano se reconozca ante Dios, y la culminación de su llamada, prefigurada en el Apocalipsis, como revelación ante el Cordero, cuya presencia culminante hace que los hombres no se avergüencen ya de su pecado, porque el Cordero es su luz.

                El sacramento de la reconciliación se convierte, mistagógicamente, en el «desvelamiento», en cuanto llamada original que el Creador hace al hombre. El sacramento es, también, «mistagogía» que apunta a la vocación final del ser humano: el desvelamiento escatológico ante el Cordero. Por ello, el creyente, confesando su pecado en sus debidas condiciones, se convierte en místico, en participante del misterio. Participando de la confesión en el sacramento de la Reconciliación abraza, desde lo histórico del sacramento, el cumplimiento original de su vocación antropológica, presentada en el Génesis, y alcanza la culminación escatológica a la que aspira su humanidad: que todo su ser humano sea iluminado por la luz del Cordero. ¿No es ésta una extraordinaria forma de vivir la actuosa participatio,[4] en el sacramento de la Penitencia,  promovida por el Concilio Vaticano II?




[1] Benedicto XVI, «A los participantes en el curso de la Penitenciaría Apostólica sobre el fuero interno», en L’Osservatore Romano, Año XLIV, núm. 12,  Roma: 18 de marzo de 2012, 3.
[2] Benedicto XVI, «A los participantes en el curso de la Penitenciaría Apostólica sobre el fuero interno», en L’Osservatore Romano, Año XLIV, núm. 12,  Roma: 18 de marzo de 2012, 3. También es importante considerar cómo la Palabra se presenta intercalada en la dinámica de la celebración de la Reconciliación. Cf. Benedicto XVI, Exhortación Apostólica Postsinodal Verbum Domini. Al Episcopado, al clero, a las persona consagradas y a los fieles laicos sobre la Palabra de Dios en la vida y  en la misión de la Iglesia,  núm. 61.
[3] Ritual de la Penitencia, Preanotanda 17.
[4] Tal como deseaba el Concilio, pidiendo «una participación plena, consciente y activa en las celebraciones litúrgicas»: Sacrosanctum Conculium Oecumenicum Vaticanum II, Constitutio de Sacra Liturgia, Sacrosanctum Concilium, (4-XII-1963), AAS 56 (1964) 97-138, 14. El Concilio, además, pedía a los pastores de almas que inculcaran esta participación tanto interna como externamente, y conforme a la edad, condición, género de vida y grado de cultura religiosa (cf. Sacrosanctum Concilium, 19), condiciones óptimas que, con dedicación y debido discernimiento, brinda idóneamente la confesión verbal del pecado en el sacramento de la reconciliación. 

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